El borde, la línea, el trazo de nuestro territorio conforma una de las preguntas más
complejas de los tiempos actuales. Los acuerdos sobre las cartas geográficas, a causa de la
migración y la xenofobia, se han puesto en tela de juicio desde diversas disciplinas y tradiciones
de pensamiento. El sur y el norte, lejos de reducirse a meras orientaciones universales,
representan realidades políticas, delineadas por su respectiva historia de ocupaciones y despojo.
Y, frente a la hechura artificiosa de los bordes, impuestos a conveniencia del trayecto bélico y
militar de la agenda en turno, la artista Susana del Rosario encuentra en las fronteras naturales el
punto de partida de la presente muestra.
A través de catorce piezas que van desde el pequeño formato, al tríptico, hasta
disposiciones geométricas que asemejan flujos marítimos, los ríos, las cordilleras y los desiertos,
son redescubiertos por la artista como organizadores primigenios del territorio. El tiempo, a ojos
de Susana del Rosario, se convierte en el verdadero y único escultor de las líneas de nuestro
espacio. La naturaleza, a la vez cartógrafa y dibujante, es responsable de su propia historiografía.
Todo mapa tiene algo de dibujo, así como todo dibujo tiene algo de mapa. Consciente de esta
correlación, la artista encuentra en el grafito sus propias palabras, el texto indicado para
proyectar su mensaje: la frontera no sólo bloquea, sino que da forma, esculpe.
Susana del Rosario, podría decirse, toma distancia de algunos referentes de la plástica
mexicana (Dr. Atl, Luis Nishizawa, José María Velasco) y propone un acercamiento diferente a
la noción de aeropaisaje. Su obra no se trata de un elogio a las montañas ni una investigación
sobre los rituales de armonía de lo natural, sino que a través de herramientas tales como los
mapas satelitales, propone un encuentro con el lenguaje grabado en los bordes del continente, un
reconocimiento puro de los trazos de América. Descubre en la escultura de las montañas un
código propio colmado de símbolos: los rasgos de las cordilleras, tan particulares e irrepetibles
como los de un rostro. Zonas y bordes destructivos constituye una invitación al diálogo, una
denuncia y, al mismo tiempo, un amoroso retrato de la inobjetable pasión de nuestro territorio
por reinventarse.
Fernando Jiménez